Cuando entré, no presté atención al desconocido que miraba azulejos en la cocina. R. estaba en su estudio, inclinado sobre la mesa y el tapete en que solía dedicarse a la reparación de relojes. Pero en el momento en que corrí a avisarle, comprendí que había cometido un error: no era R., sino su cáscara, el tejido quebradizo que abandona tras de sí al mudar de piel. A menudo, estos envoltorios se olvidan en los asientos de los autobuses o las salas de espera de la Seguridad Social , y su vago aspecto de momias recién dormidas no suele despertar sospechas: aun así, a mí me da mucho asco tocarlas, porque la piel hecha jirones puede adherirse a la punta de los dedos. Y es lo que me sucedió hasta que fue demasiado tarde; me esforzaba por sacarme aquella sustancia repugnante de la yema del índice cuando sentí que me atacaban por detrás.
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