Cuatro y diecisiete de la madrugada. Teresa y el niño duermen. Comprendo que para que todo suceda de modo silencioso y perfecto al otro lado de la ventana, alguien tiene que velar: alguien que garantice que los satélites de comunicaciones se mantendrán en sus órbitas y que no cederá la atención de los controladores aéreos en los monitores. Si alguien no se mantuviese despierto, alerta, el corazón de millones de durmientes dejaría repentinamente de latir.
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